«Al día siguiente las muchedumbres que iban a la fiesta, oyendo que Jesús se acercaba a Jerusalén, tomaron ramos de palmas, salieron a su encuentro y gritaban: Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor; el Rey de Israel Jesús encontró un borriquillo y se montó sobre él, conforme a lo que está escrito: No temas, hija de Sión. Mira a tu rey, que llega montado en un pollino de asna. Sus discípulos no comprendieron esto de momento, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces recordaron que estas cosas estaban escritas acerca de él y que fueron precisamente las que le hicieron.» (Juan 12, 12-16)
Jesús, empieza la Semana Santa.
En pocos días vas a culminar tu misión en la tierra.
Vas a dejar tu mandamiento nuevo, el mandamiento del amor;
vas a lavar los pies a tus discípulos y a rogar por ellos,
no para que se aparten del mundo, sino para que el Padre los preserve del mal;
vas a pedir por los cristianos de todos los tiempos, para que permanezcan unidos;
y te vas a entregar en el acto de donación más sublime jamás visto: la Eucaristía.
Vas a sudar sangre mientras pides al Padre que pase de Ti este cáliz,
pero que se haga su voluntad.
Te van a apresar; tus discípulos -tus amigos- te abandonarán.
Te azotarán y golpearán; se van a burlar de Ti
Y llevarás la Cruz de tu muerte y de mi salvación hasta la cima del Calvario.
Allí estará tu Madre; y Juan, tu discípulo amado, a quien la vas a confiar.
Allí morirás después de salvar al buen ladrón y pedir perdón al Padre por los que te ajusticiaban.
Todos estos pensamientos se agolpan en tu cabeza en este día triunfal,
como un eco que resuena tras los gritos de la gente que te aclama:
«¡Hosanna; bendito el que viene en nombre del Seño, el Rey de Israel!»
Que me dé cuenta, Jesús, de que para conseguir la gloria,
he de pasar primero por la Cruz.
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